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Cine Braille

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Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia

LAS MIL Y UNA CIUDADES DE SAMARCANDA

La que conquistó Ciro el Grande, la que arrasó y saqueó Alejandro Magno. La que enorgulleció a Seleuco y a Kanishka. La que enriqueció a comerciantes llegados en caravanas de camellos desde China, India, Siberia, Persia, Levante, Europa. La que soñaron los contadores de historias de Bagdad, como luego Borges y Ugo Pratt. La que maravilló a visitantes como Omar Jayam, Marco Polo e Ibn Battuta. La que destruyó y cubrió de cadáveres Gengis Jan. La que un señor de la guerra no menos cruel, Tamerlán, elevó a la condición de centro intelectual y artístico del mundo islámico. La que codiciaron los zares, y luego los Jóvenes Turcos, y los bolcheviques. Samarcanda es el nombre de la que hoy es la segunda ciudad en importancia de la República de Uzbekistán, lo que es decir ninguna parte, pero es antes que nada una cifra de lo precioso, de lo remoto, de lo legendario. Y ésta es su historia.

 

En el año 329 antes de nuestra era, un ejército invasor llegado de los confines occidentales del mundo conocido arrasó una gran ciudad, cegó sus canales de irrigación y saqueó sus deslumbrantes riquezas. El ejército era el de Alejandro Magno de Macedonia; la metrópolis, Samarcanda, nombre que, como es regla con todos los nombres de otras lenguas, los griegos pronunciaban rigurosamente como no se escribía: Marakanda. Los conquistadores se agasajaron a si mismos con un banquete, que se pretendía de festejo y pronto degeneró en discusión intoxicada por el alcohol. Todavía estaba tibia la sangre de viejos y queridos compañeros del gran rey que habían sido ejecutados por conspirar contra él, disconformes con su deriva despótica. Se le reprochaba creerse un dios como cualquier reyezuelo bárbaro, no honrar la venerada memoria de su padre Filipo II por pura vanidad, no respetar la camaradería entre hombres cuyas vidas dependen unas de otras en el fragor de la batalla. Un enfurecido Alejandro mató a su muy querido amigo Clito el Negro, un veterano que lo había salvado de la muerte en medio de la confusión de un combate. El rey se dio cuenta de inmediato de la tragedia que había provocado, y sus guardias tuvieron que detenerlo para que no se suicidara allí mismo. Durante tres días lloró algo que era peor que un crimen: era un error sin redención posible. Clito recibió honores fúnebres fastuosos de parte de un rey que nunca más volvió a ser el mismo.
Pero ésta no es la historia del mero Alejandro, ni de sus compañeros, ni de sus enemigos, que vinieron del polvo y que tras una sola jornada de sangre y sudor volvieron al polvo para siempre, sino la historia de una ciudad milenaria, Samarcanda.
En el principio hay una planicie árida en el corazón de Eurasia, a miles de kilómetros de cualquier océano, y las estribaciones de una cordillera colosal, que hoy denominamos los montes Tian Shan. Abismos de tiempo nos separan de los primeros humanos que habitaron lo que hoy llamamos Asia Central, y que ni siquiera eran parte de nuestra especie, tanto que eran nuestros primos neandertales. Milenios de los que apenas sabemos algo se sucedieron antes de que tribus pastoriles de habla irania, que provenían de las estepas del norte y habían domesticado el caballo, se asentaran en los valles de los pocos ríos de la región, se mezclaran con los hoy olvidados pueblos agricultores que encontraron, construyeran canales de riego y dieran nacimiento a una civilización muy próspera, enriquecida por el cultivo de la tierra y, en especial, la explotación de su estratégica ubicación, en el cruce de las rutas comerciales entre China, India, Persia, Mesopotamia y Europa. Herodoto, que escribía hace unos dos mil quinientos años, llama a esa civilización Sogdiana, nombre que estudiosos modernos relacionan con la raíz indoeuropea skud-, que significa lanzar: porque los sogdianos, que tenían bien claro que iban a tener que defender sus tierras de vecinos codiciosos, eran arqueros extraordinarios. Y una de sus capitales era Samarcanda, sobre el río Zeravshan, antes llamado Sugd, y que los griegos, que sabían del valor del agua en aquellos desiertos, conocerían como Polytimetos, "muy precioso". Samarcanda parece haber sido fundada hacia el año 800 antes de nuestra era, lo que la hace más o menos contemporánea de la lejana Roma. Durante el siglo VI antes de nuestra era cayó en poder del primero de sus conquistadores: el emperador persa Ciro el Grande. Del dominio benévolo de los reyes iranios la sacó Alejandro, para arrasarla.
Samarcanda se recuperó pronto. La influencia helénica enriqueció la arquitectura y las artes de la ciudad, que pasó a ser una de las mayores capitales de los reinos griegos fundados por los generales de Alejandro y sus descendientes en Asia, como el de Seleuco o el de Diodoto. Unas décadas antes de nuestra era un pueblo nómade remotamente emparentado con los sogdianos y que provenía de China conquistó Samarcanda: la confederación de los Yuezhi, cuya tribu principal, Kushan, dio nombre a un imperio que se extendería hasta el norte de India y perduraría cuatro siglos.
La derrota a manos de los invasores provenientes del este aseguró la prosperidad de Samarcanda. Porque los Yuezhi comerciaban con China, y empezaron a importar una mercancía muy valiosa: la seda, un producto cuyos procedimientos de fabricación eran secreto de estado, y por la que pronto los remotos persas, sirios, egipcios y aún romanos pagarían lo que fuese por ella. Había nacido la Ruta de la Seda, la principal vía comercial del mundo por varios milenios, y Samarcanda estaba en el centro. Las caravanas que llevaban la seda al occidente volvían con productos confeccionados en vidrio de alta calidad, alfombras y otros textiles de lujo... y sobre todo con monedas de oro, en especial romanas. Porque lo que hoy llamaríamos términos de intercambio eran muy desfavorables a Roma, y la salida de oro alarmó tanto a su Senado que en varias ocasiones prohibió la importación de seda.
También circulaban las ideas. En Samarcanda confluían el budismo que llegaba de India, el zoroastrianismo de Persia, la filosofía griega, el judaísmo. El budismo se convirtió en la religión predominante, pero el estilo de las estatuas de Buda delataba una clara influencia helénica. El griego fue al comienzo la lengua oficial del Imperio Kushan, antes del bactriano, otro idioma de raíz irania. Algunos de los emperadores Kushan alcanzaron tanta fama que llegaron al rock argentino de casi dos milenios después: Kanishka reinó entre los años 127 y 147 de nuestra era.
Los persas volvieron a regir Samarcanda hacia el año 260, pero esta invasión no integró a la ciudad en un imperio pujante sino más bien la convirtió en una olvidada guarnición de frontera. Con los persas arribaron dos corrientes de ideas que para Asia Central eran nuevas: el cristianismo en su vertiente nestoriana y el maniqueísmo. En épocas en que la ciudad languidecía y añoraba pasadas glorias, una religión que tenía una visión pesimista de la naturaleza humana, como el maniqueísimo, no podía menos que arraigar firmemente, y se sirvió de Samarcanda para llegar a China.
A partir de mediados del siglo IV de nuestra era la ciudad fue conquistada por una tribu invasora nómade tras otra: un destino no muy diferente al de las ciudades de un Imperio Romano en decadencia. Cuando a mitad del siglo VI Samarcanda cayó en poder del primer Janato de los Turcos, un pueblo de ojos rasgados del este de Asia, tenía cuatro murallas sucesivas: no sé si hará falta aclarar que se vivían tiempos difíciles. Hacia 710 llegaron nuevos incursores dispuestos a incorporar a Samarcanda a un imperio en auge: esta vez eran los árabes seguidores del Único Dios y del Profeta Mahoma. Su líder militar, Qutaiba Ibn Muslim, hizo de la ciudad su puesto avanzado para la frontera norte: estableció una guarnición, arrasó los templos zoroastrianos de la época de la dominación persa y forzó a la población a convertirse al mahometanismo. Con los años, Samarcanda se convirtió en el centro intelectual del Islam en Asia Central.
"En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez", recuerda el Homero del cuento El inmortal, de Jorge Luis Borges. El juego nació en el norte de India y apasionó a los persas, que lo adoptaron y enriquecieron, fijando la cantidad de piezas y las reglas que hoy conocemos. De Persia se expandió a Asia Central y Próximo Oriente, y de allí a China y Europa, por las rutas de las caravanas y por mares y puertos.
Hacia el año 750 llegó de Extremo Oriente una tecnología revolucionaria: la elaboración de papel a partir de fibras vegetales. Samarcanda fue sede de la primera fábrica de papel del mundo fuera de China, y su ejemplo se extendió casi de inmediato por todo el mundo musulmán y, luego, por la atrasada Europa de entonces. La ciudad era entonces una de las principales urbes del mundo, y fue capital y centro de un nuevo imperio persa, el de la dinastía Samánida, que sobrevivió por más de un siglo hasta caer bajo sucesivas invasiones de nuevas tribus túrquicas como los qarajánidas, los selyúcidas y los jorasmios. Al-Istajri, un viajero y geógrafo persa del siglo X que provenía de tierras pobres donde el agua y la vegetación es un lujo, describe embelesado la Samarcanda que visitó:
"No conozco lugar en Samarcanda o sus alrededores donde, si uno sube a un terreno elevado, no vea un muy placentero verdor, y no hay allí estepas polvorientas ni montañas que carezcan de arboledas... Samarcanda [se extiende durante] ocho días de viaje a través de jardines y vegetación... El verde de los árboles y las tierras sembradas se extiende en ambas riberas del río Sogd... y más allá de esos campos hay pasturas para rebaños. Cada ciudad o poblado tiene una fortaleza... Es el más fructífero de todos los países de Alá; en él están los mejores árboles y frutos, en cada hogar hay jardines, cisternas y agua que fluye".
Hacia el año 1000 de nuestra era ya había adquirido una forma reconocible Las Mil y Una Noches, el clásico de la literatura árabe y una de las obras cumbre de la literatura universal, en la que Samarcanda tiene su lugar. Shahzaman, hermano de Shahriar, el rey que oye las historias de Sherazade, es a su vez "rey de Samarcanda en Persia". Zumurrud, la bella esclava del cuento de las Noches 309 a 327, es nativa de la ciudad. El Príncipe Ahmed del relato de las Noches 646 a 667 encuentra en la metrópolis centroasiática una manzana mágica que cura todas las enfermedades y los malestares físicos, obra de un gran sabio.
Durante el siglo XI Samarcanda llegó a contar hasta con un hospital público, el Bemoristán, además de una escuela de medicina y un complejo de palacios en honor de Qutam ibn Abbas, legendario primo de Mahoma que habría difundido el Islam por la región. Hacia 1070 el gran matemático, astrónomo, filósofo, místico y poeta persa Omar Jayam fue honrado con la amistad y el patronazgo del Jan de los Qarajánidas, Shams al-Mulk Nasr, y del gobernador y juez islámico o cadí Abu Tahir, y residió en Samarcanda por unos tres años, en los que comenzó a componer su tratado de álgebra.
Pero tantas glorias atraían a los vecinos ambiciosos, y hacia 1220 apareció desde el norte un invasor formidable, una confederación de tribus túrquicas y mongolas unidas por el puño de hierro de otro Alejandro, uno de los conquistadores más implacables de la Historia: Gengis Jan. Samarcanda osó resistir: una crónica posterior relata que los mongoles masacraron a todos aquellos que se refugiaron en la ciudadela y la mezquita, saquearon la ciudad, y se llevaron consigo a 30 mil artesanos y a 30 mil jóvenes como reclutas. Samarcanda no se había recuperado cuando volvió a ser saqueada unas cuatro décadas después por un bisnieto de Gengis Jan, Barak.
Los mongoles nunca fueron clementes con Samarcanda y su cultura. Desconfiaban del Islam, la religión de sus enemigos meridionales, así que toleraron la expansión de los cristianos de la iglesia nestoriana; desconfiaban de los nativos, así que invitaron a chinos y turcos a establecerse, con el resultado de que, por primera vez, el perfil étnico de la ciudad comenzó a parecerse más al de Extremo Oriente que al de Asia Sudoccidental y Europa, un cambio que perdura hasta hoy.
En la Baja Edad Media, aprovechando la paz que los mongoles trajeron a las rutas comerciales que cruzaban Eurasia de este a oeste, comienzan a abundar los viajeros que dan noticias de Samarcanda. El veneciano Marco Polo, a principios del siglo XIV, dicta a su escribiente Rusticello de Pisa que era "una ciudad muy grande y espléndida". El norafricano Ibn Battuta, unos cincuenta años después, se admiraba por las norias que alimentaban el riego de los huertos, y dice que es "una de las más grandes y más espléndidas de las ciudades, y la más perfecta de ellas en belleza".
En la década de 1340 la ciudad fue muy golpeada por una pandemia devastadora, la que en Occidente se conoce como la peste negra. Hace poco se identificó el lugar de origen de la cepa bacteriana responsable de la peor epidemia de la Historia, que mató a millones de personas de Portugal a China: la región del lago Issyk Kul, al pie de los Montes Tian Shan, a menos de mil kilómetros de Samarcanda. La bacteria vivía en las pulgas que infectaban a las marmotas, cuyas pieles se comerciaban a oriente y occidente, y por una mutación adquirió la capacidad de infectar también al ser humano. Samarcanda, en el centro de las rutas de las caravanas de camellos que vinculaban a todos los pueblos de Eurasia, fue arrasada por las primeras olas de la pandemia y fue uno de los nodos de expansión de la peste.
En 1365 los mongoles fueron expulsados, y poco después Samarcanda fue hecha residencia de un señor de la guerra descendiente de Gengis Jan, Timur ("Hierro") a quien por una herida de combate llamaban El Cojo, de allí su nombre persa Timur-Lang, Tamerlán en Occidente. (1) Fue un gran jefe militar, un gobernante cuya generosidad era apreciada por su pueblo y un político muy sagaz, que pasó de revistar al servicio de los janes mongoles a convertirse en el poder real detrás de su trono, tanto que en 1370 pudo coronarse a sí mismo. Hizo de Samarcanda la capital de un imperio que abarcaba Asia Central, el Cáucaso, Persia y el norte de India.
Podía ser brutal con sus enemigos, y fue muy duro con la iglesia nestoriana, a la que casi hizo desaparecer. Respetaba a las ciudades que se rendían antes sus ejércitos; las que se resistían eran arrasadas y sus ciudadanos masacrados sin piedad: un empleo táctico del genocidio. Sin desmedro de esto, también fue un protector de las artes y las ciencias, costumbre que sus sucesores continuaron. El gran poeta Hafez y los historiadores Nizam al-Din Shami y Hafiz-i Abru, persas, prestigiaron la corte de Timur. La concentración de artistas e intelectuales de muy diversos orígenes dio origen a un renacimiento de la cultura islámica que duraría más de un siglo. Los mausoleos reales, mezquitas y escuelas coránicas deslumbraban a los visitantes por su monumentalidad sin perder exquisitez en el detalle, y por el colorido e ingenio de la decoración interior. Los miniaturistas que ilustraban los libros compuestos por dignatarios religiosos o matemáticos oficiales, los artesanos que trabajaban el metal o la cerámica, crearon una escuela de arte musulmán que influyó e inspiró a artistas turcos, persas e indios por siglos.
Las historias acerca del poder, la riqueza y la ilustración del imperio de Timur llegaron muy lejos, hasta el extremo occidental del mundo entonces conocido. El propio rey envió al viajero y monje dominico Juan de Galonifontibus a comunicar su victoria sobre los turcos otomanos a las cortes de Venecia, Génova, París y Londres, y a transmitir su voluntad de establecer relaciones comerciales. El rey Enrique III de Castilla, que había recibido la visita del diplomático timúrida Hajji Muhammad al-Qazi, le remitió a su vez una embajada encabezada por el noble madrileño Ruy González de Clavijo, con el fin de atraerlo a una alianza para acabar definitivamente con el sultanato turco, el gran enemigo de la Cristiandad. La embajada castellana viajó por mar hasta Constantinopla, donde pasó un invierno, y desde Trebisonda siguió por tierra hasta alcanzar Samarcanda el 8 de setiembre de 1404... más de un año y tres meses después de partir del Puerto de Santa María de Cádiz. Haber hecho "un viaje a otro mundo" era una afirmación literal en aquella época.
González fue muy bien recibido y agradó al soberano pero llegó tarde, porque el anciano Timur estaba en los meses finales de su vida: moriría en febrero de 1405, en las fases iniciales de una campaña para invadir China que su muerte abortaría. El regreso de la embajada fue aún más difícil: arribó a Sanlúcar de Barrameda el 1o. de marzo de 1406. El embajador, honrado con un alto cargo en la corte por su rey, escribió una relación de su viaje, Embajada a Tamorlán o Historia del Gran Tamorlan, e itinerario y enarracion del viage, y relacion de la embajada que Ruy Gonzalez de Clavijo le hizo por mandado del rey Enrique III de Castilla. El narrador demuestra a cada línea una gran admiración por el imperio con el que su reino intenta congraciarse: se maravilla de la deferencia mostrada en cada momento hacia su embajada, halagada con frecuentes banquetes, o del sistema oficial de postas, que permite cambiar caballos con regularidad y cubrir distancias enormes cada día. Describe las tiendas y pabellones del nómade Timur y las más recientes de sus cuarenta y tres esposas, y su prodigarse en fuentes, jardines, árboles frutales, todos lujos caros a soberanos de tribus del desierto o la estepa.
De Samarcanda cuenta que está asentada en una llanura, rodeada por una muralla que la hace un poco mayor que la Sevilla de entonces, pero que extramuros hay barrios muy grandes con acequias que alimentan huertas y viñas entre las casas. Registra el gusto de los habitantes por el arroz y por las excelentes uvas y melones de la región, por la carne de caballo y la de carnero, así como las de aves como las perdices, los faisanes y las meras gallinas. Cuenta que Timur hizo traer a Samarcanda los mejores artesanos de todas las naciones bajo su imperio, y que habitaban la ciudad unas ciento cincuenta mil personas de diversas religiones. Que comercia con cueros de Rusia y de Tartaria, especias de India que en Europa no se conocían, almizcle y paños de seda de China, tierra que ya en esa época "llevan la ventaja en las cosas que hacen, a todas las naciones del mundo". De la capital de China, "Cambalec" (Janbalic o Kanbaliq, hoy Beijing) afirma que la distancia de Samarcanda un muy largo viaje de seis meses, los dos primeros por tierras despobladas o pastoriles, y que viajeros le han contado que es tierra de maravillas y de casi inconcebible población. Algunas de las noticias que recoge son falsedades o errores, como que el emperador chino se convirtió al cristianismo, o que a quince jornadas de viaje está la tierra de las guerreras amazonas.
Poco después de la muerte de Timur la residencia imperial se mudó a Herat, en lo que hoy es Afganistán, pero la importancia económica y cultural de Samarcanda no sufrió merma alguna. Ulugh Beg, nieto de Timur, fue uno de los soberanos más ilustrados de la época, porque además del emir era un competente astrónomo y matemático. Antes de acceder al trono, entre 1417 y 1422 hizo construir la primera de las escuelas coránicas del Registán, la espléndida plaza que está en el corazón de Samarcanda [derecha] y entre 1422 y 1429 un observatorio propio, para el que reclutó a los principales sabios de su imperio, donde se compilaron tablas astronómicas que siguieron en uso hasta el siglo XIX. En 1447 sucedió a su padre, pero su reinado fue breve, porque fue mandado asesinar por su hijo en el transcurso de una breve guerra civil en 1449 que marcó el fin del apogeo del imperio timúrida. Una nueva guerra civil en la última década del siglo vio a Samarcanda padecer dos sitios que dejaron a su población al borde del hambre. En 1500 fue tomada por el ejército de Muhammad Shaybani, jan de la tribu de los turcos uzbecos, que la hizo su capital del Janato de Bujará, aliado del Imperio Otomano y del imperio de la Dinastía Ming de China y enemigo del restablecido Imperio Persa de la Dinastía Saváfida. La ciudad continuó siendo uno de los principales centros políticos, económicos y culturales de Asia Central hasta que Nader Shah, líder de una Persia fortalecida bajo una nueva dinastía turcomana, la de los afsáridas, la ocupó y saqueó en 1740.
En 1756 fue vuelta a tomar por las tropas uzbecas del Janato de Bujará, una de las últimas oportunidades que tuvieron las tribus pastoriles del Asia Central para sojuzgar a sus ricos vecinos civilizados. Porque en 1868 llegaron a la ciudad los ejércitos del Zar de Rusia para anexarla a su territorio semicolonial del Asia Central, el Gobierno General del Turquestán. Para esta época la ciudad era una sombra de sus épocas de gloria: apenas superaba los 30 mil habitantes (2).
Los rusos construyeron un ferrocarril que conectó Samarcanda al Mar Caspio en 1888, con el objetivo de facilitar el despliegue de tropas en la región y de abrirle mercados occidentales a una producción algodonera que fue impuesta en remplazo de cultivos tradicionales que alimentaban a la población. Samarcanda renació bajo la férula de los zares, llegando a los 98 mil habitantes en las vísperas de la Gran Guerra de 1914. Pero eran patentes los contrastes típicos de toda situación colonial: los servicios educativos se limitaban casi exclusivamente a rusos y ucranianos, traídos por miles para monopolizar los puestos de administración pública y las profesiones liberales y para colonizar las tierras cultivables. Los avances técnicos como el ferrocarril, el telégrafo, el servicio postal, no mejoraban el nivel de vida de la población tradicional, sino que servían como instrumentos para reforzar la explotación y la opresión. A los pueblos del Asia Central se les negó la posibilidad de elegir representantes al parlamento imperial, la Duma.
A lo largo de los años hubo varias revueltas espontáneas, sofocadas rápidamente por la pesada mano del estado zarista, pero no fue hasta el verano de 1916 que la inquietud estalló en rebelión general . El detonante fue la eliminación de la exención del servicio militar que gozaban los súbditos musulmanes de Rusia, obligada por las ingentes pérdidas humanas de la Gran Guerra. La ciudad uzbeca de Tashkent cayó en poder de la insurrección, que potenció por su sola existencia a todas las postergadas reivindicaciones políticas, sociales y religiosas de la población del Asia Central. Los rebeldes no estaban organizados, pero a Rusia igual le costó mucho restablecer el orden imperial. Muchos colonos rusos fueron asesinados por los rebeldes, y las represalias no se privaron del ejercicio de la crueldad. Miles de personas murieron de hambre o de enfermedades; cientos de miles de kirguises y kazajos huyeron a la vecina China. Para el fin de aquel verano caliente, la rebelión había sido aplastada. La censura rusa acerca de los hechos impidió la justa valoración del terrible alcance de la represión hasta que las naciones de la región alcanzaron su independencia en 1991: las muertes alcanzaron las 270 mil según los cálculos más moderados.
Pero la paz no duró mucho. El Zar Nicolás II abdicó el 15 de marzo de 1917, iniciando con ello un largo período en que la autoridad en todo el Imperio se discutió por la vía armada. Obreros textiles y ferroviarios rusos proclamaron un soviet o asamblea de los trabajadores en Tashkent en fecha tan temprana como el 2 de marzo, aún antes de la abdicación del zar, pero su adhesión a las reividicaciones de la clase obrera no les alcanzó para considerar como iguales y admitir a trabajadores uzbecos. En febrero del año siguiente, fuerzas del flamante Ejército Rojo reunidas en Tashkent atacaron la vecina ciudad de Kokand, plaza fuerte de los islamistas uzbecos, y tomaron la ciudad masacrando a sus habitantes. La tragedia encendió los ánimos de los pueblos del Asia Central, que se levantaron contra un gobierno ruso que a esa altura estaba liderado por el revolucionario Vladimir Ilich Ulianov, Lenin. El movimiento insurreccional fue denominado por sus partidarios Beklar Hareketi, o "Movimiento de los Hombres Libres"; los soviéticos eligieron llamarlo con el peyorativo término Basmachí, "bandoleros". (3) Es cierto que entre los rebeldes había partidarios de una visión fundamentalista del Islam como aquellos que se harían temer en las últimas décadas del siglo y las primeras del siguiente, pero acusar a todo el movimiento de radicalismo islámico debe entenderse como un esfuerzo en otro frente más del conflicto que estaba en marcha, el propagandístico.
La colectivización de las tierras llevada adelante por el Soviet de Tashkent causó una caída abrupta en la producción agrícola y ganadera, un precedente de la catástrofe que se abatiría sobre Ucrania unos años después. Para fines de 1918, los campos alrededor de la ciudad habían sido perdidos a manos de una milicia insurgente de 20 mil hombres, que pronto se alió con la fuerza paramilitar que el propio Soviet había reclutado entre los campesinos rusos de la región... precisamente para enfrentarla. La alianza provocó defecciones entre los ofendidos musulmanes radicalizados, y fue derrotada por tropas bolcheviques... de origen tártaro, tan musulmanes y asiáticos como sus derrotados. El confuso horror de toda la guerra civil rusa en pocas palabras.
El gobierno de Lenin logró arrinconar a la rebelión empleando métodos más inteligentes y menos violentos. A principios de 1920 había logrado asegurar la provisión de alimentos para la región, había despertado expectativas favorables entre los campesinos llevando adelante una reforma agraria y había operado eficazmente para dividir a los insurrectos. Pero al comenzar el verano siguiente había perdido todos sus avances, debido a dos medidas impopulares: las requisas de cosechas y la conscripción obligatoria. La renacida rebelión era dirigida desde el exilio en Afganistán por el Emir de Bujará, Alim Jan, y pronto se extendió a casi toda el Asia Central. Lenin ordenó quitarle el poder al Soviet de Tashkent y crear en su lugar un Comité Central del Partido Comunista abierto a la participación de líderes no rusos.
A fines del año siguiente los soviéticos invitaron como asesor a un militar turco, que se había ganado su confianza como intermediario en un tan inverosímil como muy razonable pacto entre los Soviets de Rusia y los archiconservadores generales del Estado Mayor del Ejército de la Alemania vencida en la Gran Guerra. Era Enver Pashá [abajo a la derecha], uno de los líderes del movimiento nacionalista de los Jóvenes Turcos que intentó sin éxito devolver al Imperio Otomano a la condición de potencia, a la vez que uno de los arquitectos del genocidio armenio de 1915-16 y de las masacres de Bakú de 1918. Pashá se había desempeñado como un muy torpe ministro de asuntos militares durante la guerra y era uno de los responsables directos de una derrota que acabó con el imperio, pero el Kremlin suponía que al menos su cercanía cultural a los Basmachí sería de ayuda. El cálculo no pudo ser más errado, porque Pashá, dueño de una ambición sin límites, desertó al bando rebelde y se propuso ponerlo al servicio de una patria común de todos los pueblos de habla túrquica del Mediterráno al Turquestán Chino, con él como líder, claro. Logró algunas victorias iniciales, pero en agosto de 1922 cayó ante el ataque de una brigada de caballería soviética integrada por bashkires tan musulmanes como él, liderada por un comandante armenio, Hajob Melkumián. (4) La derrota signó el principio del fin de la rebelión.
El movimiento fue perdiendo terreno, en parte, por sus propias limitaciones. Defendía un modo de vida tradicional que muy difícilmente pudiera adaptarse al siglo XX; en los territorios que controlaba regían arcaicas normas que postergaban a las mujeres. Salvo la intentona de Pashá, nunca tuvo objetivos que fueran más allá de los puramente locales, y de hecho aquellos ideales pantúrquicos espantaron a potenciales aliados como el Imperio Británico, Francia e Italia. Los intereses regionales solían chocar: kirguises, kazajos, uzbecos, turcomanos y tayikos tenían tantos objetivos comunes como puntos de conflicto. Cuando el aprovisionamiento se hizo difícil, las bandas armadas recurrieron al pillaje sobre aquellas mismas poblaciones a las que decían defender. Además, una vez derrotadas las fuerzas zaristas en Ucrania y Siberia y negociada la retirada de la Legión Checoslovaca, el gobierno soviético estaba en condiciones de enviar refuerzos y reaprovisionar a sus tropas en Asia Central
El Kremlin hizo muchas concesiones para calmar la inquietud en Samarcanda: devolvió a las instituciones religiosas las tierras confiscadas en ocasión de la reforma agraria, aceptó reabrir las escuelas coránicas, cubrió los cargos públicos con nativos y dictó oportunas amnistías para quienes se rindieran. A la vez acosó militarmente a la insurgencia armada, una estrategia de pinzas que dio resultado: para fines de 1925, la revuelta era historia. Los últimos Basmachí se refugiaron en Afganistán.
Ese mismo año, Samarcanda fue hecha capital de la recién creada República Socialista Soviética Uzbeca, una de las repúblicas integrantes de la Union Soviética en, al menos nominalmente, un pie de igualdad con las otras, en especial con la República Socialista Federativa Soviética de Rusia. La segunda mitad de la década de 1920, una vez afirmado el poder soviético, vio la abolición de varias de las concesiones que habían pacificado la región y el comienzo de la colectivización de las tierras cultivables, con la consecuencia de la aparición de una nueva insurgencia en 1929 en Tayikistán y Turkmenistán, las dos repúblicas periféricas. No fue hasta 1934 que la represión pudo acabar con los rebeldes.
La capital de la república uzbeca se trasladó a Tashkent en 1930. Samarcanda padeció como toda la Unión Soviética las grandes purgas de Stalin, los crímenes que acompañaron a la colectivización forzada de las tierras, y hasta los desplazamientos de población a una escala que hacían palidecer a las de Tamerlán. Decenas de miles de familias coreanas que residían en el extremo oriente soviético fueron relocalizadas a la fuerza en Asia Central a partir de 1937, en parte para repoblarla después de las muertes provocadas por las campañas de colectivización, en parte por la paranoia estalinista ante una más que conjetural colaboración con un enemigo como Japón, que había invadido e incorporado a su imperio a Corea. La región de Samarcanda recibió a 9 mil desplazados de un total de 172 mil, además de otros miles provenientes del exilio de otras poblaciones, como las de turcos mesjetianos, karachais, chechenos e ingusetios del Cáucaso, las de alemanes del Volga y las de tártaros de Crimea. Las muertes por miles se pierden en el órdago de sangre que fue el estalinismo.
Miles de soldados soviéticos provenientes del Asia Central que habían sido tomados prisioneros por los ejércitos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial cambiaron de bando, por convicción o por falta de alternativas. Nuri Pashá, otro antiguo oficial otomano, medio hermano de Enver Pashá y uno de los responsables de las masacres de armenios de Bakú de 1918, los llamó a pelear por liberar sus patrias y a volver a soñar el ya tantas veces fallido sueño del estado panturco del Mar Mediterráneo a la China. Los nazis se tragaron su creencia en su inferioridad racial con tal de reforzar filas que menguaban rápidamente. Pero la Legión Turquestana no fue desplegada en el frente oriental sino en Francia, el norte de Italia y los Balcanes, lo que no hizo mucho por ganarle la simpatía de los aliados occidentales de la Unión Soviética. Al finalizar la guerra fueron entregados a Stalin, quien ordenó ejecutar a sus líderes y enviar a los prisioneros a campos de trabajos forzados, donde muchos murieron.
El final de la guerra en 1945, la muerte de Stalin en 1953 y la apertura que lideró Nikita Jruschof a partir de 1954 señalaron la llegada de tiempos mejores para todo el orbe soviético y en particular para Asia Central y para Samarcanda. La economía creció hasta la modesta prosperidad que era posible alcanzar en una economía de comando centralizado, y se toleró una cierta discusión política o social dentro de los imprecisos y a veces repentinamente cambiantes límites de un sistema de partido único. El estado reconoció la cultura de cada una de sus nacionalidades, invirtió en restaurar construcciones de significacion histórica y en estudiar y difundir el pasado.
Durante los años setenta el sistema volvió a cerrarse sobre sí mismo, a limitar las manifestaciones de disenso y a vigilar muy de cerca toda manifestación cultural, aún las más conformistas. La economía se estancó, la corrupción administrativa envenenó la vida diaria, y para peor la Unión Soviética mordió el anzuelo norteamericano en Afganistán, al que invadió en los últimos días de 1979. El conflicto fue muy impopular, en especial en Asia Central, porque implicaba luchar contra pueblos con los que había una historia compartida, y además se convirtió en una carga muy pesada para una economía que ya estaba en crisis. Los intentos de Mijail Gorbachov por revertir la decadencia fracasaron estrepitosamente, y la Unión Soviética se desintegró a fines de 1991. Uzbekistán declaró su independencia bajo el control de los antiguos apparatchiks soviéticos reconvertidos en autócratas islamistas que encabezaban ahora la transición al capitalismo, como su líder Islam Karimov. Samarcanda, ya una urbe de 371 mil habitantes, comenzó a interesar a inversores de un país con el que la unía una larga historia comercial: China. Un plan de gestión urbana que hizo de la conservación del núcleo histórico una prioridad mereció el aplauso internacional: en 2001 la UNESCO reconoció a la gran ciudad de Timur como Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Una nueva y desventurada invasión a Afganistán en 2001, esta vez encabezada por Estados Unidos, dio a los líderes uzbecos la oportunidad de estrechar relaciones con un nuevo amigo, porque una pequeña insurgencia fundamentalista uzbeca era apoyada por los talibán. A cambio de suministrar asistencia militar, la Fuerza Aérea norteamericana pudo utilizar la base aérea de Qarshi, situada no muy lejos de Samarcanda, para misiones sobre territorio enemigo. La colaboración acabó abruptamente en 2005, cuando la cruenta represión a protestas contra la corrupta autocracia de Karimov llevaron al gobierno a cerrar filas con China y Rusia, que brindaron su apoyo a cambio de ver a los militares norteamericanos partir para no volver.
La tercera década del siglo encuentra a Samarcanda en el ámbito de la Nueva Ruta de la Seda, un proyecto ferroviario chino que busca extender su influencia política, comercial y cultural al otro extremo de Eurasia, para lo que cuenta con la adhesión de Rusia y las repúblicas del Asia Central, la oposición frontal de Estados Unidos y las dudas de Europa entre sus muy divergentes intereses económicos y geopolíticos.
Como tantas veces con las Samarcanda del pasado, la Samarcanda del presente se encuentra en el centro de todas las rutas. El tiempo dirá qué le depara el futuro a una metrópolis tan llena de historia.
 
NOTAS
(1) Antropólogos rusos que examinaron sus restos en 1941 descubrieron que medía 1,73, lo que lo hacía alto para la época, que su cabellera y barba eran rojizas (recordemos que Timur quiere decir "Hierro") y que efectivamente tenía una lesión en una pierna que lo haría cojear visiblemente.
(2) La novela Miguel Strogoff, de Julio Verne, publicada en 1876, se desarrolla en medio de un alzamiento general de los pueblos túrquicos de Asia Central a los que el autor llama tártaros, que lidera el Emir de Bujará y que pone en riesgo a todo el Imperio Ruso. La idea es anacrónica: haría no menos de un siglo que los pueblos de la región no estaban en condiciones de desafiar a un estado moderno, mucho menos a una de las potencias mundiales de la época.
(3) "La época retratada en las películas del Oeste va, en general y casi siempre de un modo tácito, del final de la Guerra de Secesión (1865) al aplastamiento de la última rebelión de los pieles rojas (1890). La debilidad o inexistencia de instituciones estatales y el consiguiente imperio de la violencia y de la ley del más fuerte (o el más rápido) son características de ese lugar y ese momento histórico que se repiten en Rusia durante la Revolución y la guerra civil que la siguió. También son comunes la economía predominantemente agrícola y ganadera, el caballo como medio de transporte principal, la presencia de pioneros en tierras vírgenes o habitadas por pueblos menos desarrollados, y sobre todo, el culto al coraje individual y la mirada épica. Y por si fuera poco, las impiadosas estepas del Asia Central se parecen mucho a las planicies de Montana o Nuevo México, los Urales a las Rocallosas, el Volga al Río Grande. Las semejanzas históricas se repiten hasta en algunos estereotipos. La tradicional visión hollywoodense del nativo americano o del mexicano, cargada de connotaciones negativas de tinte indisimuladamente racista, fue también replicada del otro lado de la Cortina, sólo que el papel de bandolero moreno, resentido y traicionero, fue desempeñado allí por los Basmachí, los rebeldes islámicos de origen turco que resistieron al Ejército Rojo durante buena parte de las décadas del '20 y el '30. (...) los rusos eran tan imperialistas como sus equivalentes de Estados Unidos, y esta mirada despectiva sobre un pueblo de morochitos no debe sorprender demasiado". Véase esta página.
(4) La novela gráfica La casa dorada de Samarcanda, de Ugo Pratt, tiene a su legendario personaje Corto Maltés atravesando el Asia en 1922 en busca del (ficcional) tesoro de Alejandro Magno, y en su viaje se cruza con Enver Pashá, uno de esos personajes que parecen más propios del arte que de la realidad. La casa del título es una cárcel donde está preso el gran amigo y enemigo de Corto, Rasputín, a quien se propone rescatar y reclutar para su dificilísma empresa. Lo que sucede cuando hallan el tesoro hace recordar inmediatamente a una escena similar en Indiana Jones y la Última Cruzada, sólo que la novela de Pratt es anterior en varios años. Piedra libre, señor Spielberg. Hay una versión animada y doblada al castellano que se puede ver aquí.